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¿A cuánta gente estamos lanzando a emprender para que se arruine?
Muchos de los que emprenden lo hacen por una mezcla de necesidad, desesperación y -por qué no decirlo- oportunismo político. Como las cifras del paro no remontan (o lo hacen a un ritmo desesperantemente lento), hace años que nuestros políticos decidieron decirle a la gente que lo que tienen que hacer es emprender. Que el empleo no llega solo, oiga, y que si quiere trabajar deje de lloriquear, levante el culo del sillón y monte su propia empresa. Y una vez que los tienen atrapados en ese discurso, pasan al optimismo: emprender no solo te dará un empleo, sino que además te hará crecer como profesional, te preparará para la vida, te hará mejor persona y hasta te crecerá el pelo (o lo que tú quieras que te crezca). Vamos, que emprender mola de cojones.
Y no. De eso nada. Emprender es duro de narices. Efectivamente, te da un empleo (si te sale bien la cosa) y es muy probable que te convierta en una persona más independiente y mucho más preparada, pero también hay que enseñar la cara B de la cinta: emprender te quita (muchas) horas de tu vida, te roba momentos de sueño, te roba ratos con familia y amigos, te estresa, consume todos tus recursos y, hasta que las cosas salen bien (e incluso después), te genera una ansiedad inimaginable.
Un emprendedor no es un superhéroe, ni mucho menos, pero pasa muchas más penurias de las que algunos quieren contar. Yo llevo cuatro años como autónomo, soy socio de un par de empresas y sé que, pese a todo lo malo, no cambiaría ni un solo aspecto de mi vida. En realidad, yo sí que pienso que emprender mola, y mola muchísimo, pero no se me ocurre la estupidez de soltar una frase así, descontextualizada, en ningún foro público.
¿Qué responsabilidad tenemos los periodistas?
Por todos estos motivos, hace tiempo que decidí echar un poco el freno al hablar de emprendimiento. Si antes escribía con optimismo, ahora lo hago con precaución. Si antes quería contagiar de mi actitud a todos los posibles parados que se planteen emprender, ahora lo que quiero es prevenirles. Porque, si fracasan, no quiero ocupar sus rencores cuando piensen que nadie les contó la historia entera.
Esta pretendida autoprecaución (que aún tengo que seguir mejorando) a veces me ha causado el enfado de algún ministerio, donde parecían convencidos de que, cuando escribo, ando más preocupado de ver el lado malo de los datos que el bueno. Una vez, incluso, un político me llegó a decir que en realidad yo no quiero que España salga de la crisis, una enorme estupidez cuyo tamaño era inversamente proporcional a la capacidad intelectual de dicho sujeto. Lo que pasa es que, dentro de diez años (como mucho), ese político ya no ocupará su cargo. Y no es que dentro de diez años la situación social de nuestro país le vaya a dar igual, ni mucho menos, pero lo cierto es que nadie le pedirá ya responsabilidades por haber animado a todo Dios a emprender en un acto de evidente irresponsabilidad política.
Está claro que, si un emprendedor fracasa, lo cosa no tiene por qué ser culpa de nadie. Como mucho, será suya propia. Sin embargo, conviene que todos nos preguntemos qué parte de culpa tenemos los que hemos contribuido a que esa persona, que en realidad no tenía ni idea de lo que conlleva sacar adelante una empresa, se la haya pegado. Seguramente no seamos culpables de su error, pero quizá sí hayamos sido cómplices.