Programa de Apoyo Empresarial a las Mujeres (PAEM)

Circo de oportunidades

17/05/2005

Cinco Días

  Sin apenas dar tiempo a saborear el triunfo de haber crecido por encima de la media europea, España se enfrenta a un nuevo reto: nuestro modelo de competitividad se agota y la respuesta deslocalizadora de muchas empresas no se ha hecho esperar. La misma prosperidad ha incrementado los costes de producción y, para recuperar nuestro atractivo inversor, necesitamos nuevos argumentos.

El proceso de deslocalización no es un mal derivado de la globalización, es sólo una de sus consecuencias. Un efecto que empuja a las empresas a buscar con desenfreno la fórmula de producción más competitiva sea cual sea su oferta. En resumen, nuevas circunstancias que imponen a países como España un cambio estratégico estructural y mental hacia otros modelos de eficiencia empresarial. Una transformación global que afecta a gobiernos, empresas y trabajadores y que supone apostar por nuevas industrias así como reinventar los patrones de gestión de muchos de nuestros servicios más arraigados. En otras palabras, reconfigurar nuestra oferta en base a lo que algunos denominan círculos virtuosos de competitividad.

Si en décadas pasadas, empresas de otros países localizaban sus actividades en España porque aquí encontraban una ventaja comparativa, ahora son otros los que ofrecen un mejor ratio de calidad/precio. Vivimos en un mundo sin fronteras, no precisamente para los inmigrantes, pero sí para las multinacionales y estar a caballo entre las dos palancas de la competitividad la excelencia y el mínimo coste es estar en tierra de nadie.

Está claro que no podemos hacer frente a los costes salariales de Asia o de los países de Europa del Este -se puede negociar con casi todo, pero no a costa de reducir los beneficios sociales básicos- , ni tampoco podemos emular la productividad de los países punteros en tecnología. La estrategia a seguir debe ir encaminada al bienestar de la sociedad y no a poner al hombre al servicio de la economía. Nuestra baza está en combinar una fórmula de competitividad sostenible que nos sea favorable aprovechando al máximo nuestro potencial. Una fórmula ganadora sería centrarse en la parte más sofisticada de la cadena de producción; aportar innovación, no tanto en tecnología que no podemos abanderar de la noche a la mañana sino en prestación de servicios de alto valor añadido. Para ello, lógicamente hemos de invertir en capital humano y sacar partido a la riqueza natural, cultural e histórica española.

Hoy por hoy, la tasa general de productividad de las empresas españolas dista mucho de la del resto de países desarrollados. Trabajamos más horas al año que otros pero suspendemos en planificación, control y gestión operativa, las asignaturas de mayor peso en la nota global de la eficiencia. Un déficit al que se suma el escaso 1% del PIB en el que España tiene anclada su inversión tecnológica.

El debate está más que servido pero la cuestión es ¿quién empieza? La tarea es de todos pero quizás lo más prudente sería que la Administración Pública definiera el marco de estabilidad, confianza y sentido común que demandan las empresas. Y que éstas se encargarán de reorientar sus negocios hacia los servicios de mayor proyección, optimizando sus inversiones en I+D y motivando a sus plantillas.

Sólo podemos competir con países de costes laborales e impuestos bajos si ofrecemos más valor añadido por unidad de producto. Para lo que es imprescindible cualificar a los trabajadores y aplicar mejores tecnologías a la producción de actividades relacionadas con servicios de valor añadido y procesos de negocio complejos, en vez de al producto. Modelos basados en la productividad, el conocimiento y la innovación, y no en el coste de la mano de obra. En definitiva, configurar un mercado de calidad que genere y saque partido a nuestro marco de estabilidad, a nuestra infraestructura y, sobre todo, a nuestra diversidad cultural que no se deje vapulear por los turbulentos designios del mercado.

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