Programa de Apoyo Empresarial a las Mujeres (PAEM)

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30/10/2014

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Varios de mis contactos de Twitter están algo revolucionados estos días. La culpa la tiene un comentario del círculo de Podemos de Anchuelo (Madrid), para quien “los empresaurios y autónomos llevan el fraude fiscal en sus genes”.

Al margen de la verdadera representatividad que tenga este círculo dentro de las tesis oficiosas de Podemos, el debate es recurrente. Sobre todo si lo enmarcamos dentro de la burbuja emprendedora actual (que no sé si es buena, mala, o ninguna de las dos), y de la palabra de moda: emprendedor.

Un empresario que nunca gana dinero

Porque, ¿qué narices es un emprendedor? Más allá del debate semántico o económico (que empieza a ser cansino, la verdad), lo cierto es que la palabra sí parece aportar unos matices que, en principio, están diseñados para despertar empatía.

De hecho, según el economista Joan Tubau, “un emprendedor es un empresario que nunca gana dinero. Socialmente está bien considerado porque es pobre y no levanta envidias”. La definición no parece desatinada: emprendedor es una palabra nueva y medianamente libre de posibles cargas negativas.

Sin embargo, la realidad actual es bien distinta, ya que si nos vamos a los polos ideológicos tradicionales (derecha e izquierda) observaremos percepciones muy distintas. Y casi ninguna es demasiado positiva.

Al final podemos concluir que un emprendedor, tenga o no empleados, parte de un régimen fiscal y laboral claro: ser autónomo. Y, ¿qué piensan los polos ideológicos de los que somos autónomos?

Un quiero y no puedo para la derecha

Para la derecha clásica, la percepción es variable. Si el trabajador pertenece a una profesión poco cualificada como fontaneros o taxistas, no es más que un mierda que es autónomo porque le han obligado las circunstancias, nunca por elección propia. Además, fruto de su propia frustración personal, es un evasor de impuestos que intentará timar al pobre consumidor en cuanto tenga la mínima oportunidad.

Por el contrario, si pertenece a una profesión cualificada como arquitectos y periodistas, el autónomo es un pardillo que no tiene los cojones suficientes para montar una empresa como Dios manda, contratar empleados, aumentar su facturación y levantar una gran compañía. Un quiero y no puedo.

Al final, en cualquiera de los dos casos, la derecha clásica ningunea al autónomo. Si el autónomo se considera de derechas, nunca encontrará la aceptación de sus compañeros ideológicos. Como mucho elogiarán su capacidad de supervivencia, pero le restarán mérito en cuanto puedan.

Aspirante a explotador para la izquierda

La izquierda clásica puede moverse entre dos discursos, según el autónomo tenga o no empleados. Si no los tiene, es un falso autónomo que en realidad le quita el puesto de trabajo a otros profesionales que luchan a diario por lo que parece corresponderles: Un contrato indefinido.

Si resulta que es feliz siendo autónomo y ha elegido serlo, entonces será culpable de la progresiva precarización del empleo. Porque claro, si tú le das a un empresario la posibilidad de que no pague cotizaciones por ti, eres culpable de que luego haya trabajo precario y mal pagado. Y se acabó

Por el contrario, si resulta que ha conseguido levantar una pequeñísima empresa y cuenta con un par de empleados, la cosa es aún peor. En ese caso no es más que un aspirante a explotador. O, como poco, un flipao que se cree Amancio Ortega por tener dos empleados. Es “el autónomo que se creyó rico, el microempresario que es un explotador”.

Al final, en cualquiera de los dos casos, la izquierda clásica acaba demonizando al autónomo. Y pasa lo mismo que con la derecha: si el autónomo se considera de izquierdas, nunca encontrará la aceptación de sus compañeros ideológicos. Para ellos, “el autónomo está bajo sospecha o bajo la benevolencia de los modernos, nunca equiparado”, con lo que “es el autónomo el que tiene que hacer el esfuerzo, concienciarse, votar izquierda y sindicarse en unas milicias que pasan de él”.

No sé los demás, pero yo, que soy autónomo desde hace más de cuatro años, empiezo a estar un poquito hasta las narices de las etiquetas, de los prejuicios, y de sentirme señalado por cualquier bando. Como un autónomo no tiene suficiente con intentar sacarse las castañas del fuego a diario (igual que cualquier otro trabajador o empresario), ahora también tiene que enfrentarse al descalificativo facilón del primero que pasa.

Y al final, ocurre lo de siempre: Que a los empresarios solo los entienden otros empresarios, a los trabajadores solo los entienden otros trabajadores y a los autónomos solo nos entienden otros autónomos.

Entre tanto, seguimos dándonos de hostias entre unos y otros. Y eso, amigos míos, dice muy poco de todos nosotros como sociedad.

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